Por: Juan Alberto Sánchez Marín
María del Pilar Hurtado, la ex directora del DAS.
La infiltración de paramilitares y narcotraficantes, y toda clase de escándalos, han puesto en entredicho el papel del principal organismo de inteligencia de Colombia. La directora, María del Pilar Hurtado, debió renunciar en octubre por investigar al senador Gustavo Petro y a líderes de la oposición. Cuando se destapan los “falsos positivos” más infames, cometidos por el ejército, las actuaciones y escándalos hacen del DAS un completo “falso positivo”.
El senador Gustavo Petro hizo la denuncia sobre las irregulares investigaciones del DAS, que condujeron a la salida de la directora de la institución.
El Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, depende de la Presidencia de la República de Colombia, le reporta directamente al primer mandatario, y transpira por los poros el talante presidencial, embrollador y huidizo. No obstante, el presidente Álvaro Uribe ve en la institución un grupo de jóvenes cortapalos, enredados cada cierto tiempo por unos compatriotas “conspiretas” y malhechores, indígenas y sindicalistas, pobres y opositores.
La última perla de un largo rosario de escándalos ocurrió el 21 de octubre pasado, cuando fue filtrado un memorando de carácter “reservado”, en el que Jaime Fernando Ovalle Díaz, entonces coordinador de Inteligencia Política y Social del DAS, daba instrucciones para investigar al senador Gustavo Petro y a líderes e integrantes del Polo Alternativo Democrático.
El hecho cobró la cabeza de la directora de la institución, María del Pilar Hurtado, cuya desgracia final muchos veían venir desde hacía días, cuando se negó, ante funcionarios de Palacio, a realizar interceptaciones ilegales a magistrados de la Corte Suprema. Poco colaboradora con el todopoderoso, delincuencial y cercano círculo del presidente, algo imperdonable. Álvaro Uribe ni siquiera se dignó a atenderla cuando ella fue a entregarle la renuncia.
Fernando Ovalle, por el contrario, continúa vinculado al DAS, como Investigador de las bandas criminales emergentes. Alguna lumbrera de Palacio debió pensar que era cosa buena que el empleado siguiera haciendo lo mismo en otra dependencia. “¿Quién protege a Ovalle?”, se pregunta la revista colombiana Cambio. “¿Por qué? El misterio sigue sin resolverse”.
YVKE Mundial habló sobre el tema con Carlos Lozano, periodista y dirigente del Partido Comunista colombiano.
“Estalló otro escándalo, pero el DAS viene haciendo eso, revelándose como una policía política del régimen, de intimidación a la oposición, de espionaje contra organizaciones sindicales. La denuncia del senador Petro rebosó la copa. Antes se había denunciado otra serie de espionajes, chuzadas de teléfonos, que no pasaron a mayores. Hasta se dijo que se estaba espiando el teléfono del ex presidente César Gaviria, presidente del Partido Liberal. Periodistas y dirigentes políticos habíamos denunciado, desde hace tiempo, que éramos sometidos a procedimientos, no sólo del DAS, sino de otros organismos de seguridad.”
Carlos Lozano, periodista y dirigente político, quien habló con YVKE.
El retoque fotográfico es una práctica vieja. Con fines propagandísticos, muchos regímenes han borrado de las fotografías a los personajes incómodos.
Milan Kundera empieza “La broma” contando cómo un héroe de la revolución checa es borrado al entrar en contradicción con el sistema. Castigado con el olvido. En la Unión Soviética, durante los tiempos de Stalin, ciertos personajes perturbadores eran borrados en las fotografías y desaparecidos de la vida real.
¿Por qué la regresión? Porque en Colombia, bajo el actual régimen del presidente Álvaro Uribe, llama la atención que el peligro sea exactamente lo contrario: quedar en la foto. Los que quedan en la foto son las cabras marcadas para morir.
Una tarea de inteligencia suprema, pero, ante todo, de buenos cursos de PhotoShop o Gimp , para las fotos, y de Avid o Final Cut, para el video, materias, seguramente, con demanda en la rimbombante Academia Superior de Inteligencia y Seguridad Pública “Aquimindia”, en Bogotá, o de “Aguazul”, en Casanare, del DAS.
La siguiente anécdota, referida por Carlos Lozano, habla por sí sola, aunque no sume las mil palabras que valdría la imagen: "En estos días, a raíz del Paro Nacional reciente, el Ministro de Protección Social, Diego Palacios, presentó un video en el que el dirigente sindical Tarcicio Rivera, de la CUT, aparece en la Universidad del Cauca diciendo que hay que hacer lucha social y adelantar la resistencia frente a la ofensiva del gobierno. Algo propio de un sindicalista, nada ilegal ni irregular. Querían mostrar que las movilizaciones que se vienen haciendo, y que han coincidido, felizmente, digo yo, de indígenas, corteros de la caña, trabajadores de la justicia, de la DIAN, de la registraduría, eran orientadas desde la CUT. Presentaron el video y le recortaron la imagen. Y es que al lado de Tarcicio Rivera, en el mismo panel, ni más ni menos, estaba José Obdulio Gaviria, el asesor presidencial, y a él no lo sacan nunca. Además, es una imagen vieja, de meses atrás, reciclada para acusar a la CUT de que está en una conjura desestabilizadora del gobierno.”
Y agrega Carlos Lozano: “Esto lo están haciendo en todos los paneles y las reuniones que hacemos. Otro ejemplo es el de Piedad Córdoba, que adonde va a hablar es grabada, y lo que dice es editado y mutilado, para que aparezca diciendo lo que no dijo en realidad.”
El Departamento Administrativo de Seguridad de Colombia, textualmente bajo la lupa.
La vigencia de la historia patria
Es un lugar común sostener que la vida republicana colombiana está plagada de guerras, enfrentamientos, intolerancia, persecuciones, intrigas, acechanzas y violencia. De “batallas y batallitas”, como lo precisó el escritor Alfredo Iriarte.
En el siglo XX, en 1948, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, “el caudillo del pueblo”, el país se sumió de vuelta en el caos, agudizándose una violencia que venía de tiempo atrás y sobre la que el propio líder popular advirtió en vano.
Fueron unos años difíciles, sobre todo, como siempre, para las zonas rurales, entonces y de lejos la parte más poblada del país. Apenas iba a desatarse el desplazamiento forzoso y masivo de campesinos hacia las ciudades, que todavía sigue.
Entre 1948 y 1953, el gobierno de Laureano Gómez, con el compadrazgo de la Iglesia y el Ejército Nacional, llevó a cabo una persecución política implacable y sangrienta, y conformó las huestes de “chulavitas”, los abuelos paramilitares de los que hoy se pasean reencauchados y a sus anchas por el país.
El 13 de junio de 1953, el Teniente General Gustavo Rojas Pinilla dio un golpe de estado y asumió el poder. No fue un golpe clásico, sino, como dijo el político liberal Darío Echandía, “un golpe de opinión liderado por las Fuerzas Armadas, en complicidad con la dirección política colombiana”.
Si 1953 fue un frío verano para los soviéticos, con la muerte de Stalin, para los colombianos la fecha fue un invierno ardiente, con un Laureano Gómez agónico, impopular y desesperado por perpetuar su régimen; su reforma constitucional en ciernes, cuyos nubarrones por suerte no alcanzaron a desatarse; una “seguridad democrática” inmisericorde, que todavía sigue, y una “amenaza roja” que, vaya coincidencia, también se mantiene.
El “Anuario colombiano de historia social y de la cultura” (Volumen 13-14, capítulo V), de la Academia Colombiana de Historia, refiriéndose al espíritu de aquellos tiempos, señala: “Hombres para quienes la buena sociedad era la del orden y la jerarquía estaban dispuestos a creer en las teorías de conspiración y en ser paranoicos cuando se trataba de subversión comunista.” Cualquier parecido con la realidad actual, no es mera coincidencia. La palabra “terrorista” no se había inventado ni descubierto.
Con estos antecedentes, en semejante contexto, el 31 de octubre de 1953, Rojas Pinilla creó el Departamento Administrativo del Servicio de Inteligencia Colombiano, S.I.C., en una inspiración frankensteniana, que tres años después contribuiría con la caída (renuncia forzosa) del propio militar, para poner otros, una junta provisional. Esta infausta criatura es la que ahora se conoce como el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS.
La SIC era la encargada de apagar cualquier viso de oposición política. Un hervidero de “chulavitas” irredentos, con carné y licencia para matar. No eran militares, pero sí. No eran civiles, pero sí. Blanco es, gallina lo pone.
Entre enero de 1956 y septiembre de 1957, su presupuesto alcanzó 1 millón 83 mil pesos. Más que el de la misma presidencia de la república, y de los ministerios de Relaciones Exteriores, Agricultura, Salud, Fomento, y Minas y Petróleos.
Cincuenta y cinco años después de su aparición, el presupuesto de la institución supera los 100 millones de dólares y un cuerpo de unos 7500 efectivos. Y sigue siendo fiel a los designios para los que fue creada: espiar, señalar, limpiar, infiltrar y perseguir opositores. Un agua sucia que viene desde la fuente.
Es un lugar común sostener que la vida republicana colombiana está plagada de guerras, enfrentamientos, intolerancia, persecuciones, intrigas, acechanzas y violencia. De “batallas y batallitas”, como lo precisó el escritor Alfredo Iriarte.
En el siglo XX, en 1948, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, “el caudillo del pueblo”, el país se sumió de vuelta en el caos, agudizándose una violencia que venía de tiempo atrás y sobre la que el propio líder popular advirtió en vano.
Fueron unos años difíciles, sobre todo, como siempre, para las zonas rurales, entonces y de lejos la parte más poblada del país. Apenas iba a desatarse el desplazamiento forzoso y masivo de campesinos hacia las ciudades, que todavía sigue.
Entre 1948 y 1953, el gobierno de Laureano Gómez, con el compadrazgo de la Iglesia y el Ejército Nacional, llevó a cabo una persecución política implacable y sangrienta, y conformó las huestes de “chulavitas”, los abuelos paramilitares de los que hoy se pasean reencauchados y a sus anchas por el país.
El 13 de junio de 1953, el Teniente General Gustavo Rojas Pinilla dio un golpe de estado y asumió el poder. No fue un golpe clásico, sino, como dijo el político liberal Darío Echandía, “un golpe de opinión liderado por las Fuerzas Armadas, en complicidad con la dirección política colombiana”.
Si 1953 fue un frío verano para los soviéticos, con la muerte de Stalin, para los colombianos la fecha fue un invierno ardiente, con un Laureano Gómez agónico, impopular y desesperado por perpetuar su régimen; su reforma constitucional en ciernes, cuyos nubarrones por suerte no alcanzaron a desatarse; una “seguridad democrática” inmisericorde, que todavía sigue, y una “amenaza roja” que, vaya coincidencia, también se mantiene.
El “Anuario colombiano de historia social y de la cultura” (Volumen 13-14, capítulo V), de la Academia Colombiana de Historia, refiriéndose al espíritu de aquellos tiempos, señala: “Hombres para quienes la buena sociedad era la del orden y la jerarquía estaban dispuestos a creer en las teorías de conspiración y en ser paranoicos cuando se trataba de subversión comunista.” Cualquier parecido con la realidad actual, no es mera coincidencia. La palabra “terrorista” no se había inventado ni descubierto.
Con estos antecedentes, en semejante contexto, el 31 de octubre de 1953, Rojas Pinilla creó el Departamento Administrativo del Servicio de Inteligencia Colombiano, S.I.C., en una inspiración frankensteniana, que tres años después contribuiría con la caída (renuncia forzosa) del propio militar, para poner otros, una junta provisional. Esta infausta criatura es la que ahora se conoce como el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS.
La SIC era la encargada de apagar cualquier viso de oposición política. Un hervidero de “chulavitas” irredentos, con carné y licencia para matar. No eran militares, pero sí. No eran civiles, pero sí. Blanco es, gallina lo pone.
Entre enero de 1956 y septiembre de 1957, su presupuesto alcanzó 1 millón 83 mil pesos. Más que el de la misma presidencia de la república, y de los ministerios de Relaciones Exteriores, Agricultura, Salud, Fomento, y Minas y Petróleos.
Cincuenta y cinco años después de su aparición, el presupuesto de la institución supera los 100 millones de dólares y un cuerpo de unos 7500 efectivos. Y sigue siendo fiel a los designios para los que fue creada: espiar, señalar, limpiar, infiltrar y perseguir opositores. Un agua sucia que viene desde la fuente.
La sede principal del DAS en el sector de Paloquemado, en Bogotá.
Durante la larga noche del Frente Nacional, de 1958 a 1974, esta policía secreta centró su actividad en la caza feroz de comunistas, de los que se les parecieran y de los que a lo mejor pudieran serlo.
En 1960, bajo la presidencia de Alberto LLeras Camargo, nació el DAS como tal, claro está, con asesoramiento de la CIA y como una imitación criolla del FBI estadounidense. Unos amigos amargos, que nunca han desamparado al engendro.
Desde entonces, la institución ha estado “buscando su modernización y tecnificación”, pero todo indica que nunca las ha encontrado. Durante el gobierno de Virgilio Barco se hicieron algunos intentos, y en 1991, bajo el gobierno de César Gaviria, se fijaron una nueva estructura y funciones.
La Fundación Ideas para la Paz (FIP) indica que “el problema del DAS es un problema histórico: nació en un país y hoy vive en otro.” Sea el mismo país u otro, lo cierto es que el DAS sigue aplicando a fe ciega los mismos métodos brutales e inútiles de ayer y siempre.
Jorge Noguera, el siniestro ex director, que salió por la puerta de atrás del DAS hacia el consulado en Milán.
Los tropezones extraterritoriales
El DAS es un organismo con un radio de acción nacional. Y así lo ratifican las pretensiones de actuación del organismo fuera de las fronteras, donde muchas operaciones han terminado en verdaderos descalabros.
En Ecuador, varios funcionarios del DAS fueron arrestados en agosto de 2004, cuando adelantaban una operación encubierta. Resultado obvio: graves tensiones diplomáticas con el vecino país.
Las relaciones con Venezuela han ido de mal en peor, gracias también a la pequeña ayuda de los amigos del DAS y a sus espionajes de película barata. Un testigo clave en muchos procesos de desenmascaramiento de las anomalías de la institución, Rafael García, aseguró que el DAS colaboró con paramilitares en un complot para ejecutar a varias autoridades venezolanas, entre ellas el fiscal Danilo Anderson. Un asesinato que se mantiene en la oscuridad.
El 13 de diciembre de 2004, Rodrigo Granda, de las FARC, es secuestrado por agentes de la DIJIN y del DAS en pleno centro de Caracas, en un delito de lesa humanidad, según la propia caracterización del gobierno colombiano. El hecho afectó gravemente la confianza y las relaciones entre ambos países.
En abril de 2005, fueron hallados asesinados, en el Estado de Táchira (Venezuela), Jorge Enrique Díaz, ex director del DAS en el Norte de Santander (Colombia) y José Celis, sargento activo del ejército colombiano. Su misión, que sería la de capturar a Ramiro Vargas, cabecilla del ELN, vino a confirmar la continuidad de las operaciones extraterritoriales del DAS. Estos son sólo algunos ejemplos.
El DAS es un organismo con un radio de acción nacional. Y así lo ratifican las pretensiones de actuación del organismo fuera de las fronteras, donde muchas operaciones han terminado en verdaderos descalabros.
En Ecuador, varios funcionarios del DAS fueron arrestados en agosto de 2004, cuando adelantaban una operación encubierta. Resultado obvio: graves tensiones diplomáticas con el vecino país.
Las relaciones con Venezuela han ido de mal en peor, gracias también a la pequeña ayuda de los amigos del DAS y a sus espionajes de película barata. Un testigo clave en muchos procesos de desenmascaramiento de las anomalías de la institución, Rafael García, aseguró que el DAS colaboró con paramilitares en un complot para ejecutar a varias autoridades venezolanas, entre ellas el fiscal Danilo Anderson. Un asesinato que se mantiene en la oscuridad.
El 13 de diciembre de 2004, Rodrigo Granda, de las FARC, es secuestrado por agentes de la DIJIN y del DAS en pleno centro de Caracas, en un delito de lesa humanidad, según la propia caracterización del gobierno colombiano. El hecho afectó gravemente la confianza y las relaciones entre ambos países.
En abril de 2005, fueron hallados asesinados, en el Estado de Táchira (Venezuela), Jorge Enrique Díaz, ex director del DAS en el Norte de Santander (Colombia) y José Celis, sargento activo del ejército colombiano. Su misión, que sería la de capturar a Ramiro Vargas, cabecilla del ELN, vino a confirmar la continuidad de las operaciones extraterritoriales del DAS. Estos son sólo algunos ejemplos.
Las infiltraciones de paramilitares (AUC) y de narcotraficantes en la institución, un secreto a voces desde los inicios del actual gobierno colombiano.
El traspié nuestro de cada día
En el ámbito nacional, los infortunios también han sido antológicos. Cuando el presidente Álvaro Uribe asumió la presidencia, en 2002, designó como director del DAS, para su desgracia, a su amigo Jorge Noguera, su ex jefe de campaña en el departamento del Magdalena. Claro está, Noguera no llegó solo. Trajo consigo a Rafael García, su amigo a su vez, a quien nombró como subdirector. Para desgracia del propio Noguera y en gracia para el país.
Al poco tiempo de iniciada la nueva administración, el DAS empezó a ocupar titulares en los medios de comunicación, en una sucesión progresiva de desaciertos y escándalos que aún no acaba.
Fue Jorge Noguera uno de los propulsores de la política de “sapos” de Uribe, y quien instauró el pago de recompensas en dólares por delación de subversivos, con el consiguiente encarcelamiento de muchas personas que luego fueron declaradas inocentes.
En julio de 2005, los medios difundieron profusamente un intento de atentado al candidato presidente en la Costa Atlántica. Después quedó claro que el atentado fue un malabar creativo, nunca se supo con quiénes ni cuántos, del Director de la Seccional Atlántico del DAS, que condujo al funcionario a la destitución.
A finales de 2005, la penetración del DAS por parte de los paramilitares y los narcotraficantes, cuyos límites son cada vez más imprecisos, era un secreto a voces. Las denuncias iban y venían.
Muchos pilares de infamia se habían construido alrededor del DAS, cuando Rafael García, ante la Corte Suprema de Justicia, prendió el ventilador e hizo caer al saco de los investigados por parapolítica a militares, senadores, gobernadores, alcaldes, y al propio ex amigo y ex director del DAS, Jorge Noguera.
Los funcionarios de la cúpula del DAS terminaron en un atronador fuego cruzado de imputaciones, que iban desde el robo de expedientes de narcotraficantes de la Fiscalía (Wilber Alirio Varela, alias “Jabón”) y de paramilitares (Martín Llanos), hasta la conformación de grupos de “limpieza” (sicarios) al interior de la propia institución.
Lo descubierto resultó mucho más grave que los que se creían que eran los rumores más malintencionados, a los que se refería el presidente Uribe. La realidad de la institución resultó ser tal cual la describió Noguera, en palabras pronunciadas antes del escándalo, en lo que se creyó que era una frase célebre y exagerada, y no una confesión por adelantado: “Si contáramos lo que día tras día sucede aquí [en el Das], la gente no podría dormir”.
En el ámbito nacional, los infortunios también han sido antológicos. Cuando el presidente Álvaro Uribe asumió la presidencia, en 2002, designó como director del DAS, para su desgracia, a su amigo Jorge Noguera, su ex jefe de campaña en el departamento del Magdalena. Claro está, Noguera no llegó solo. Trajo consigo a Rafael García, su amigo a su vez, a quien nombró como subdirector. Para desgracia del propio Noguera y en gracia para el país.
Al poco tiempo de iniciada la nueva administración, el DAS empezó a ocupar titulares en los medios de comunicación, en una sucesión progresiva de desaciertos y escándalos que aún no acaba.
Fue Jorge Noguera uno de los propulsores de la política de “sapos” de Uribe, y quien instauró el pago de recompensas en dólares por delación de subversivos, con el consiguiente encarcelamiento de muchas personas que luego fueron declaradas inocentes.
En julio de 2005, los medios difundieron profusamente un intento de atentado al candidato presidente en la Costa Atlántica. Después quedó claro que el atentado fue un malabar creativo, nunca se supo con quiénes ni cuántos, del Director de la Seccional Atlántico del DAS, que condujo al funcionario a la destitución.
A finales de 2005, la penetración del DAS por parte de los paramilitares y los narcotraficantes, cuyos límites son cada vez más imprecisos, era un secreto a voces. Las denuncias iban y venían.
Muchos pilares de infamia se habían construido alrededor del DAS, cuando Rafael García, ante la Corte Suprema de Justicia, prendió el ventilador e hizo caer al saco de los investigados por parapolítica a militares, senadores, gobernadores, alcaldes, y al propio ex amigo y ex director del DAS, Jorge Noguera.
Los funcionarios de la cúpula del DAS terminaron en un atronador fuego cruzado de imputaciones, que iban desde el robo de expedientes de narcotraficantes de la Fiscalía (Wilber Alirio Varela, alias “Jabón”) y de paramilitares (Martín Llanos), hasta la conformación de grupos de “limpieza” (sicarios) al interior de la propia institución.
Lo descubierto resultó mucho más grave que los que se creían que eran los rumores más malintencionados, a los que se refería el presidente Uribe. La realidad de la institución resultó ser tal cual la describió Noguera, en palabras pronunciadas antes del escándalo, en lo que se creyó que era una frase célebre y exagerada, y no una confesión por adelantado: “Si contáramos lo que día tras día sucede aquí [en el Das], la gente no podría dormir”.
El presidente Álvaro Uribe, artífice de la política de Seguridad Democrática.
La seguridad democrática
“El Verbo se hizo carne / y la carne se despeña”. Estos versos de Octavio Paz dan razón de lo que le ha sucedido a la política de seguridad democrática del presidente Uribe, que empezó a volverse cierta y entonces se despeñó.
Y no puede ser de otra manera: es que no puede ser tan segura una política que dice acabar con el mal en un dos por tres, con las causas arraigadas de la violencia en menos de lo que canta un gallo y con los malos malosos en un santiamén.
La política de “seguridad democrática” ha sido un escampadero útil para el presidente Uribe, máxime cuando ha tenido que afrontar, por una u otra razón, la ausencia de políticas serias en el tema que sea y del sector que sea.
En otras palabras, una política comodín, un discurso de disco rayado del que el presidente echa mano con el despropósito de embobar a los colombianos, sobre todo, a los se hacen pasar por televidentes, radioescuchas, internautas, lectores de periódicos: usuarios de medios, como dicen ahora. En un país en el que sólo la televisión llega al 90% de la población.
Un sonsonete cansón, con rimbombancias pueriles, moralejas de cajón y tonitos de rosario, que tiene furibundamente convencida a tanta parte de la población de un país que se ha creído de “vivos”. Que lo mismo sirve para capotear cualquier crítica, que se vuelve entonces un atentado contra la seguridad democrática. Para descalificar al adversario, que si, por ejemplo, a José Obdulio se le ocurre que no encaja en su credo gregario, se le vuelve automáticamente terrorista. Como mecanismo de disuasión, para que a ningún miembro de la tropa se le ocurra abandonar las filas serviles, y ya nos hemos dado cuenta de qué mal acaban estos y cuán vilipendiados. O para ser inclusivos, y hacer posible aquella Antioquia nacional de palabra, obra y gracia, a la que en la teoría de Palacio tienen que pertenecer todos los colombianos.
El DAS se ha vuelto una buena muestra de la “seguridad democrática” del presidente Uribe: una sumatoria de manejes y maniobras, y de golpes bajos a cualquiera que no haga lo que el gobierno quiere, cualquiera que crea que las cosas andan mal y además sostenga que lo cree, o cualquiera que piense en voz alta que Uribe fue el que las acabó de fregar.
El «Manual de inteligencia de combate» (MIC), escrito en los años 60, constituye la base doctrinaria de la inteligencia colombiana. El anacrónico texto es la biblia que siguen los devotos detectives, con el agravante de que militares y mercenarios estadounidenses e israelíes son los encargados de las apostillas tardías y las poco ortodoxas actualizaciones.
Dentro de la seguridad democrática, el presidente Uribe implementó la Junta de Inteligencia Conjunta (JIC), que congrega a las agencias de seguridad del estado y coordina la inteligencia estratégica nacional. La Dirección de Inteligencia de la Policía (DIPOL), la Dirección de Policía Judicial e Investigación (DIJIN), el Grupo Interinstitucional de Análisis Terrorista GIAT, en la Policía Nacional, y el Departamento de Inteligencia del Estado Mayor (D2), y las secciones respectivas de inteligencia del Ejercito, la Armada, y la Fuerza Aérea, de los militares, hacen parte de este peligroso club de élite, junto, claro está, al DAS.
Carlos Lozano da luces en relación con el papel de estos organismos en las circunstancias actuales:
“Esto se le salió de las manos al presidente Uribe. Es una situación que se viene dando de tiempo atrás. La Policía, que yo digo que son peores, orientada por el general Naranjo, anterior director de la DIJIN, viene haciendo lo mismo. Eso lo hemos denunciado. El ejército también, a través de lo que llaman las órdenes de batalla, ha hecho investigaciones e incorporado a listas especiales de revisión a dirigentes de organizaciones no gubernamentales, populares y demás. Aquí lo que hay es un régimen policíaco, de Gestapo, que tiene que preocupar, no sólo al país, sino al mundo. A estas alturas este régimen aparece fuera de lugar en las costumbres políticas, en lo que tiene que ver con el fortalecimiento de una democracia, que en Colombia cada vez está más desdibujada y casi inexistente.”
¿Hacia dónde apunta el DAS?
La “Visión” del DAS aparece en su propio portal de Internet. Y si el organismo de inteligencia fuera más coherente con este designio, tal “visión” estaría a buen recaudo y apenas los iniciados la habrían oído. Valga la cita textual:
“Para el año 2010, el DAS, retomando la concepción original de su creación, se habrá posicionado ante la Presidencia de la República, demás instituciones del Estado y la opinión pública, como el organismo élite que salvaguarda los más altos intereses del Estado por su condición de máximo servicio de inteligencia estatal y su función de investigación criminal de delitos que amenacen su existencia y estabilidad”.
Repito: La cita es al pie de la letra y la mala redacción no es mía. El sentido irónico expresado tampoco es una ocurrencia. Es institucional.
Es que si hay una institución que amenaza la existencia y la estabilidad del estado colombiano es esta, el DAS, en su afán desaforado por garantizar la supervivencia de un gobierno inestable y malo como este, el de Uribe.
Ante los numerosos escándalos del DAS, dentro de sus promesas de candidato el presidente Uribe llegó a hablar de acabar con el organismo. El DAS, como la guardia pretoriana que sigue siendo, se reestructura o se muere. Pero el tema no volvió a ser tocado. Ni entonces, ni ahora. Y la persecución, los asedios, los “falsos positivos”, se mantienen.
“Aquí hay que enjuiciar al DAS, a la DIJIN, a la inteligencia militar. Y, en el fondo, a la “Casa de Nari”, que es desde donde se orquesta este tipo cosas. Es una cosa muy bien manejada y muy bien orquestada. Aquí hay una labor persistente y sistemática de inteligencia y de espionaje, contra la oposición, los sindicalistas, en fin, de perseguir, de grabar conversaciones, que luego aparecen mutiladas”, señaló Carlos Lozano a YVKE.
Este gobierno ha creado un país, los habitantes ilusos e ilusorios se han creído el país inventado y además juran que hacen parte de él. El país es infinito en los corazones grandes de los jefes e inconmensurable en las encuestas. Pero, de la misma manera que el país fue creado, desaparecerá por mero arte de birlibirloque. Quedará entonces el país real, que es pobre entre las riquezas anchas y ajenas, día a día desangrado entre una pacificación atroz, minuto a minuto perseguido y desplazado en medio de tanta y tan feliz seguridad.
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