Por: Eliseo Alberto Diego
Noventa y nueve latigazos bastan y sobran para derribar un toro.
Busque usted, amigo lector, una pluma de ganso y dese cien golpecitos en el hombro: verá que al sobrepasar la primera treintena usted habrá perdido la cuenta. Y todavía le faltan dos terceras partes iguales. 33… 33… 33… hasta sumar 99 azotes en la espalda de una mujer frágil. Y la correa está en la mano de un verdugo que sabe flagelar con prudencia para impedir que al condenado se le abra una herida enorme y se desangre sobre el potro de tortura. Shakine tal vez pensara en sus dos hijos: ella quería vivir por ellos. ¿Qué sería de ellos sin ella? Pégame. Termina de una vez. Sobrevivió. Acaba de cumplir 43 años. Es viuda y madre. Forma parte de los azeríes, una minoría étnica en Irán. Los azeríes habitan en zonas rurales y hablan un dialecto turcófono que tiene pocas similitudes con el persa oficial y mayoritario. En el juicio, Shakine se comportaba como una sordomuda: no entendía nada.
Un segundo juez pensó que el castigo no era suficiente y reabrió el caso. Basaba su consideración en el supuesto de que “aquella relación ilícita” con el supuesto asesino de su marido se había dado ya en vida de éste, por lo cual el delito de Shakine era mucho más grave que el de complicidad en un asesinato: ahora se la acusaba de adúltera. Ahora la sembrarán en un hueco de tierra, hasta el pecho, y le lanzarán piedras “que no sean tan grandes como para matar de forma instantánea ni tan pequeñas que no le causen daño”.
¿Quién lanza la primera?
El código penal vigente en la República Islámica de Irán (desde 1979) no deja lugar a dudas: los testigos que acreditaron el adulterio deben arrojar las primeras piedras al pecho, para irla ablandando poco a poco. El magistrado que dictó la sentencia de muerte, las segundas: debe apuntar a la cabeza. De la tercera… nosotros seremos responsables, si no podemos impedir tanto abuso.
Después de los implicados, los demás varones del público presente (el código establece que, como mínimo, debe haber tres apedreadores entre los espectadores). “Los sucesivos y lentos golpes en el pecho, cuello y cabeza de la mujer causarán una lerda agonía, hasta que la hemorragia de las heridas provoque su muerte”, dice el manual de ejecuciones.
Mohammad Mostafaeí, el abogado de Shakine, sabía que “la mejor defensa es el ataque”, pero ¿cómo enfrentarse a un sistema milenario que apenas concede mínimos derechos a ese animalito doméstico que se llama mujer? Mohammad Mostafaeí miró hacia el cielo de Alá, también de Jesús y de Mahoma, de Eleggua (orisha respetado y temido porque en su mano está el destino de los seres humanos) y reino de todos los Dioses que habitan en el corazón del hombre, y se le abrieron las puertas de una nueva divinidad: internet. Subió a Shakine. Subió su única fotografía. Y nos pidió a todos, a usted, a mí, que pidiéramos clemencia para su defendida. La solicitud rodó de página web a sitios de organismos internacionales de derechos humanos y pronto el sereno rostro de Shakine comenzó a ser querido.
El eco del reclamo fue tan poderoso que a las autoridades iraníes no les ha quedado más remedio que postergar momentáneamente la ejecución por lapidación, pero sigue vigente la condena de muerte, sólo que ahora existe la remota posibilidad de que sea más piadosa, según los impiadosos mandamientos de una justicia cruel: las instancias judiciales estudian la posibilidad de cambiar un final salvaje por lo que llaman “ejecución ordinaria” —es decir, “el ahorcamiento con soga desde el cuello del condenado”.
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil, ofreció asilo a Shakine, pero el intratable Mahmoud Ahmadinead rechazó la oferta: “Creo que no hay necesidad de crear algún problema al presidente Lula al llevarla a Brasil”.
Shakine va a morir. Una segunda fotografía, la de su cadáver, volará por todo el mundo —como última pedrada.
Artículo cedido por su autor.
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