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domingo, 31 de julio de 2011

Los poetas no se mueren

Dijo Benedetti: "Dicen que Mario Benedetti ha muerto, no puede ser verdad, los poetas no mueren" ("El olvido está lleno de memoria"). Y tuvo razón Eliseo Alberto, Lichi, cuando dijo lo mismo sobre Roque Dalton, el hermano poeta asesinado por sus copartidarios en El Salvador. Y hoy la frase vuelve a tomar vuelo, en las honduras, la forma y el cuerpo grandes de Lichi, ahora mismo empezando a escribir vaya uno a saber qué cosas cuando en quién sabe qué cielo bebe sorbos de algún ron infernal. Mientras, acá tu epitafio más citado: "Acá yace Lichi, contra su voluntad".



LOS POETAS NO SE MUEREN


Por: Eliseo Alberto

Los poetas no se mueren nunca —y menos, si los matan: es ley de la
vida y también de la muerte. En todo caso se convierten en fantasmas
muy tenaces. Los verdugos lo saben en carne propia porque cada letra
del poeta, cada palabra suya, cada verso limpio, les pega como una
bofetada. La única eternidad posible será la que conceda la poesía. La
poesía es don del hombre. “País mío no existes/ sólo eres una mala
silueta mía/ una palabra que le creí al enemigo”, dijo mi querido
Roque Dalton meses antes de que sus jefes guerrilleros del Ejército
Revolucionario del Pueblo (ERP) le metieran un balazo a traición, el
Día de las Madres de 1975, a cuatro tardes de cumplir 40 años —hace ya
treinta y cinco.

Cuando conocí a Roque, en la colmena habanera de los setenta, él era
el poeta más simpático del mundo. Lo recuerdo vestido con una camisa
blanca de mangas cortas, pantalón cualquiera y unas botas altas, mal
acordonadas. Más delgado que su malicia, tenía buena fama de
polemista. No soportaba los caprichos del poder ni el poder de los
caprichosos, y se peleaba de palabras con sus superiores o
subordinados, de igual a igual. Había logrado una pronta consagración
con su libro El turno del ofendido e iba dejando a su paso por la
ciudad un rastro de anécdotas (casi siempre inverosímiles) más un
reguero de amores que se sumaban, en centroamericana fugacidad, al
libro de las leyendas urbanas. Para acreditar sus hazañas con pruebas
de rigor, El Flaco Roque hubiera necesitado ser El Gato Dalton y
consumir más de siete vidas; así y todo, creo que tendría que robarse
otras tantas en alguna barata de mercado. Cómo explicar, sin creer en
Dios, sus mil quinientas páginas de poemas, sus dos escapes de la
cárcel minutos antes de ser llevado ante un pelotón de fusilamiento,
sus andanzas por todas las callejuelas de Praga (persiguiendo la
escurridiza sombra de Franz Kafka), sus travesuras en la Corea sin
humor de Kim II Sung y, por último, la confianza que tuvo en sus
camaradas de guerrilla aún sabiendo que ellos envidiaban rabiosamente
su inteligencia, su carisma y sus cojones.


“¡Qué cosa tan jodida es descansar en paz!”, dijo el autor de Taberna
y otros lugares sin saber que él nunca tendría el privilegio del
reposo pues sus matadores siguen sin atreverse a decirnos por qué lo
acusaron de ser agente de la CIA si sabían bien que era una calumnia
—ni dónde rayos lo enterraron horas después, aquella noche de
primavera. Muy cerca de la casa donde le dispararon en la nuca, las
mujeres más lindas del continente desfilaban por la pasarela de un
concurso de belleza. No me extrañaría que lo primero que haya hecho el
espíritu de Roque fuera irse volando a verlas modelar: ni cadáver, un
hombre como él se perdería esos bikinis.

El presidente salvadoreño Mauricio Funes acaba de nombrar en un alto
cargo de su gobierno a Jorge Meléndez, el valiente comandante Jonás,
un hombre que lleva en el cuerpo varias heridas de guerra y, en el
alma, la inconfesada pena de haber sido uno de los ejecutores del
poeta y su compañero en la muerte, el obrero Armando Arteaga, alias
Pancho. Los otros comandantes implicados, aún vivos, son Alejandro
Rivas Mira y Joaquín Villalobos —según confesión pública del propio
Villalobos. “Fue un tremendo error”, reconoció entonces. En entrevista
reciente, un Jorge Meléndez acorralado dijo al periodista Tomás
Andréu: “Yo no recuerdo el asesinato de Roque Dalton, recuerdo un
proceso político en el cual salieron muertos varios compañeros (…) No
soy asesino de Roque Dalton. En ese proceso del ERP con mucho orgullo
yo soy partícipe. (…) Las guerras son situaciones excepcionales de
mucho dolor, de muchos muertos, de faltas de ley, de decisiones
siempre arbitrarias (…) Yo estuve ahí y sé lo que pasó”. Han corrido
treinta y cinco mayos y Jonás no la ha aclarado nada.

La familia Dalton, de la cual me siento parte por razones largas de
contar, sólo pide que se sepa la verdad. Juan José y Jorge, hijos de
Roque, quieren rescatar el cuerpo del poeta: esta semana, encabezan
una cruzada a favor de la justicia. “No sabemos a dónde fue a parar su
cadáver, no hemos tenido esa oportunidad de ponerle una flor (…) Los
responsables de las torturas sicológicas y físicas que mi padre y
Armando Arteaga sufrieron durante su cautiverio, tienen nombre y
apellido. El gobierno (del presidente Funes) tiene dos caminos:
rectificar y despedir a Jorge Meléndez o ser cómplice de uno de los
involucrados en el crimen. Mayo seguirá siendo un mes sumamente triste
e injusto. Muy injusto”, ha dicho Jorge.

Roque escribió: “No temáis por mí y perdonad que me retire por un
momento. Voy a reírme de vosotros”.

Vosotros son ellos.

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