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jueves, 11 de septiembre de 2008

Alí, el iraquí


Por: Juan Alberto Sánchez Marín

Conocí a Alí hacia 1988, en La Habana, cuando éste era un despreocupado aprendiz de medicina, tan obnubilado como cualquier estudiante extranjero en el enloquecedor paraíso tropical que es Cuba. Una isla tórrida en todos los sentidos imaginables, aún para el propio Alí, que procedía de una tierra ardiente y soleada, con desiertos puestos sobre calderos de petróleo. Alí era Iraquí.

Más que Saddam Hussein -que ni le iba ni le venía-, más que su medicina, su socialismo o muerte, o la friolera de sus desordenes caribeños, a Alí le importaba Iraq. Su vida eran los atardeceres de niño con las aguas del Tigris hasta los tobillos, simple y llanamente. Si es que tal estampa tiene algo de simple y llano, en una tierra sin par en el vaivén de la historia y la geografía universales.

El tema de su tierra era lo único que atajaba sus compases apresurados, llenos de inflexiones bruscas y ritmos orientales pasados por cha cha chá. Recursos infalibles a la hora de dejar boquiabierta a la mulata de turno.

Le encantaba la carne de carnero, preparada en secreto por él mismo, con una receta aromática y mudable que impedía seguirle la pista. Mientras permanecía callado, hubiera pasado por sirio o iraní a nuestros ojos de occidentales despistados. Ahí habría que entender a Bush, a Powell, a Rumsfeld o al mismísimo diablo. Mejor dicho, a quienes ahora ven un iraquí en cada sirio, como ven un sirio en cada árabe. O un árabe en cualquiera. O un sospechoso en quien no sea gringo. Un despiste imperial ya maníaco.

A simple vista, Alí podría ser el hijo de Sheik, sin patria clara y cara de Valentino. Pero cuando hablaba era imposible no darse cuenta de que sólo era iraquí, e incapaz de ser de otra parte. Y que además era de Bagdad, ciudad que nombraba y añoraba en cada frase. También, nos dejó muy en claro que tenía una familia tranquila y feliz, con un padre, una madre, y hasta una hermana y dos hermanos. Mejor dicho, una familia parecida a las de todos los demás. Al fin y al cabo, aunque algunos creyeran que a veces lo disimulaba, Alí también era un ser humano.

Cuando la invasión de Saddam a Kuwait, Alí se preocupó mucho. Casi dejó de bailar y se clavó al televisor, siguiendo hora tras hora los noticiarios, como cualquier alienado de estos lares. Recuerdo que por aquellos días exclamó: “Habría sido mejor invadir La Florida”. Un chiste que entonces nadie entendió plenamente, de lo puro cierto que era. Y es que Kuwait era y sigue siendo un estado gringo enclavado en el Medio Oriente. Con el añadido de que resultaba mucho más importante y estratégico para la Unión que la propia Florida.

El susto de Alí tenía la razón de ser que tienen los augurios funestos: la acción demencial de Saddam en Kuwait, buscando escurrirle el bulto a la deuda ciertamente infame en la que se había montado careado por Occidente y los árabes a una para librarlos a todos de los iranios, o, mejor, de la azarosa y embarazosa revolución chií del Ayatolá Seyyed Ruhollah Musavi Jomeini, iba a acarrear acciones de resarcimiento forzado aún más desfachatadas y bárbaras que la original, e iba a sumir a su país en la ironía de morirse de hambre sentado sobre la segunda mayor fortuna petrolera del mundo. Justamente por eso, claro está.

Poco tiempo después, una noche, Alí volvió al barullo y pasó las horas igual que pasaba muchas en aquellos años habaneros, de largo y sin estorbos. Pero al día siguiente de otro día cualquiera, casi de improviso, Alí se levantaría espantado en su casa de Bagdad. La resaca era distinta a la de todos los días. No se la producían las copas previas, ni el amor del alma, ni la isla entera que dejó, sino el futuro viniéndosele encima. El desvelo escarpado de la noche anterior y ese despabilarse súbito en su propia tierra, se los originaba el rumor de tempestad de entonces, que en realidad era el zumbido clarísimo de la “Tormenta del Desierto”.

Alí partió sin previo aviso. Se fue, como si se tratara del llamado de la selva, insoslayable e inevitable. Su corazonada la vimos volverse realidad algunas semanas después, a través de la CNN, en una feria de juegos artificiales que el Bush padre y el mismo Powell de ahora nos volvieron un aséptico juego de Nintendo. Varios años después, traté de averiguar por el destino del amigo. Supe que nunca regresó a La Habana. Se quedó allá en plena Mesopotamia haciendo por la patria lo que él estaba seguro que tenía que hacer: defenderle el futuro, desde las mismas entrañas y con las suyas propias.

Más de una década después, cuando el voraz afán de los halcones por rescatar su pueblo de las garras que ellos mismos una vez afilaron acabó con el país de cabo a rabo, no dejo de preguntarme qué habrá sido de los Alí (que en realidad era el apellido). Si Alí se casó y si tuvo hijos, ¿dónde están ahora? Y su hermana, la de la foto en la mesita de la sala, que tantos con gusto habríamos aceptado acoger en La Habana, ¿qué se hizo? Y los padres, ¿dónde dejarían la tranquilidad y la felicidad que le daban la fuerza a Alí?

Ahora que la reciente guerra en Iraq parecía un programa más de la televisión, un bocato di cardinale para los noticieros, o algo remoto, que aunque se transmitía en directo pareciera que sucedió en el pasado, como las lluvias de Borges, tampoco puedo dejar de agradecer a Alí por ayudarme a comprender desde hace tiempo que este inmemorial país está a la vuelta de la esquina, habitado por familias que tienen hijos, que tienen padres y madres y hermanas y vecinos, pues la distancia es un eufemismo cuando se trata de las cosas del corazón. De agradecerle por haber hecho posible que ahora me pregunte por el destino de iraquíes de carne y hueso, con rostro y nombres propios, que tomaban ron blanco, besaban las fotos rugosas de las amadas exóticas y creían en las mañanas de cada día.

Los mismos que hoy se niegan a mostrar los grandes medios de comunicación avalados por el Pentágono, apostados en las esquinas desoladas de Iraq, limitándose a registrar con algazara las migajas del pan amargo y del agua con sabor a hiel que ofrece el invasor como ayuda humanitaria. No los muestran porque eso le daría a entender al resto del mundo lo que éste sabe de sobra: que esta guerra preventiva de nada provocó de todo.

Que fue ni más ni menos una guerra como son todas las guerras: ni quirúrgica, ni terapéutica, con bombas embrutecidas escarbando entre el patrimonio de la humanidad a la caza de más seres humanos para asesinar, y con aviones bombarderos lo suficientemente inteligentes como para caerse solos, sin la menor ayuda.

Muchas gracias a Alí, adonde quiera que esté, en el paraíso sunita bailando danzones en medio de las huríes, o la danza del horror y la muerte si es que todavía está vivo.

25 de marzo de 2003.

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