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jueves, 11 de septiembre de 2008

Remiendos

Fidel y Arnaldo Ochoa, atrás.

Por: Juan Alberto Sánchez Marín

Saramago se abrió del parche cubano, como diría cualquier joven colombiano. “Hasta aquí he llegado yo”, escribió de manera tajante, desconsolado ante el fusilamiento por parte de la justicia cubana de tres secuestradores, quienes, llenos de ilusas esperanzas, enfilaron una vieja embarcación hacia La Florida, o hacia la costa que fuera, en un supuesto país de felicidades sin vuelta de tuerca.

Pero aunque el progresista Nobel ha sido el único que ha tomado esta decisión, otras importantes figuras de las letras, sin irse, han expresado el sabor amargo que la decisión les ha dejado en la boca, y más adentro, en el corazón. Me refiero a dos ilustres y fieles partidarios de Cuba: Eduardo Galeano y Mario Benedetti, un par de uruguayos del mundo, que ahora se han santiguado abiertamente.

No es para menos. Estados Unidos, el otro país de nuestro continente que conserva tan aberrante medida, la aplica porque en un sistema con tantos dólares que perder lo que menos importa es el dolor, o la razón, o bagatelas de ese corte, que sí tienen que importarnos en la América Latina, donde lo poco que tenemos para salvaguardar son precisamente la justicia, la verdad y, por lo menos, la vida.

Sería muy extraño que los gringos no emplearan la pena de muerte. Es inaudito que los cubanos se obstinen en seguir aplicándola, y que además de eso lo hagan sin el menor prurito, con la estupidez que otorga la rígida certeza de estar haciendo lo correcto, sin duda ni cuestionamientos. Un sombrío deber cumplido.

En 1990, cuando la misma injusticia llevó al pelotón de fusilamiento al general Arnaldo Ochoa, y a los hermanos Tony y Patricio De La Guardia, entre otros, una sensación de desazón recorrió la isla de oriente a occidente. El juicio, cuyo desenlace todo el mundo sabía desde el primer capítulo, se siguió noche tras noche con una lealtad tan masiva y tajante que destronó a Doña Beja, una telenovela brasileña hasta entonces sin rival en el horario triple A. Sintonizamos el juicio con una esperanza que sabíamos inútil: la de que los culpables, que no lo parecían tanto, tampoco lo fueran.

A medida que los episodios avanzaban, la fe fue cambiando: queríamos que los culpables fueran perdonados. Después, confiábamos en que los culpables fueran condenados a cien o doscientos años, a dos o tres cadenas perpetuas, pero que no fueran eliminados. Al final, cuando se acercó la hora de la ejecución, sólo podíamos esperar un gesto de grandeza por parte de Fidel. Aunque en el fuero interno todo el mundo sabía que ni él mismo hubiera podido hacer algo. La vida de Ochoa y los demás era una bola de nieve que ya no la paraba sino la muerte.

¿Por qué? Cuba era Cuba. Y era un momento en el que el país no podía dejar abierto el resquicio de cualquier posibilidad de vinculación del gobierno con el tráfico de drogas. Casi todo el mundo socialista se derrumbaba como un castillo de naipes o como un muro de Berlín. Saddam Hussein aún no invadía a Kuwait. Para colmo, Osama Bin Laden todavía era bueno y querido. Así las cosas: Las drogas eran el enemigo; Cuba era el enemigo. Cuba y las drogas juntas eran una mezcla explosiva, que una cruzada libertaria de las que tan bien sabemos hubiera podido borrar la isla del mapa, sin paliativos.

Antes de la ejecución, Yanina, la hija del general, lo visitó en su celda. Fue con su pequeño hijo, Juan Pablo, entonces de unos dos años, de quien las mentes afiebradas de la isla decían que había sido nombrado en homenaje al amigo del alma del abuelo, don Pablo, el Escobar, de Colombia, en una mentira tan grande y despiadada como las que se permiten las sociedades buenas y desocupadas. Sería la última vez que ambos lo verían.

En aquella atribulada visita salieron a flote el sentido de fortaleza y confianza legado por el general a la hija, así como el aliento para seguir creyendo en Cuba y dando todo por la revolución. Fue un terrible pacto de silencio, que durante los largos días y meses de aquel entonces Yanina nunca rompió. No lo hizo cuando la rabia y las ofertas para hacerlo proliferaban, desde La Florida, en los Estados Unidos; desde Miami, en La Florida, y, sobre todo, desde La Pequeña Habana, en Miami. Dudo mucho que lo haya hecho después.

Arnaldo Ochoa acompañó la revolución desde cuando todavía no era revolución, y fue parte de ella en los albores, cuando entró en La Habana, mozuelo e indocumentado, al lado de sus héroes. Aún varias décadas después, cuando acaecieron los sucesos relatados, Arnaldo era un general joven, con perfil y condecoraciones, orgullo y ambición. Los rumores fueron y vinieron en torno a lo que pasó. Que sí manejaba un cartel y que no. Que no lo manejaba pero sí sabía y que no. Que era un general azaroso para Fidel, o para Raúl, el fiel hermano de Fidel, y que no.

Que esto y que lo otro, lo cierto es que sin importar lo uno ni lo otro y sin juzgar si era bueno o malo, inocente o culpable, era mejor vivo que muerto, aun para la propia revolución. Era claro el mal desaforado que Ochoa hubiera podido hacerle a las casi cuatro décadas de autonomía cubana, con una sola declaración suya en contra de las circunstancias que atravesaba, o retractándose al final de su aceptada culpabilidad. Pero no lo hizo.

Y sí se hizo mucho daño la revolución a sí misma con su muerte, matándolo así fuera por los miedos y las presiones mencionadas. Vivo, todo lo indica y así fue palpable, el general habría guardado silencio para siempre, con la misma entereza que lo hizo la hija huérfana. Muerto, en cambio, vive y vivirá por siempre dando tumbos en la conciencia de una revolución que podría ser más confiable, más humana y mucho menos ortodoxa.

Perdurará Arnaldo, sin generalato, sin los galones ni las condecoraciones, viva quien viva y muera quien muera. Lo hará de la misma manera que viven y vivirán por siempre sus compañeros de desgracia, culpables, más o menos culpables, o muy culpables, o los cientos de fusilados cuando las purgas también entendibles del principio, o los tres secuestradores disparatados de ahora, como remiendos en la conciencia de una revolución vital que no tendría por qué tenerlos.


18 de abril de 2003.



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