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jueves, 11 de septiembre de 2008

De buenos y malos


Portada en Macleans



Por: Juan Alberto Sánchez Marín

Debió ser Dios, quien debió ser bueno, el primero al que se le ocurrió hablar de buenos y malos. Ya en el Edén estaba plantado el árbol del Bien y del Mal, que producía unas manzanas exquisitas. Sabemos de sobra de qué modo dio Eva buena cuenta de ellas. Eva, que no sólo debió ser buena, sino estarlo, como hechura iluminada del mismísimo Creador.

Malos los hay por montones y buenos los tenemos a millones. Los malos, como su nombre lo indica, se dedican a hacer toda clase de cosas pérfidas, es decir, malas, las que nos arruinan los días y la vida.

Los buenos son obsesionados haciendo lo opuesto: una mano de cosas buenas que de tan buenas terminan haciéndonos muy hartos los días y, desde luego, con los días también arruinándonos la vida.

El santoral nos muestra un reguero de santos, de los cuales muchos debieron ser realmente buenos. Los restantes no lo fueron tanto, pero hay que reconocerles su capacidad para soportar con estoicismo sus fatídicos nombres, que se evidencian en el santoral o en el mismísimo Bristol, lo que debió hacerlos merecedores de la dignidad.

Los libros de historia también están atiborrados de personajes buenos. Semidioses, héroes, conquistadores, libertadores, próceres, y una lista que no acaba. Todos llenos de hazañas viles, y a los que les debemos tanto: la vida y los genes, la verdad y la luz.

Atila se salvó de ser malo por ser algo peor: bárbaro. Los otoñales emperadores romanos lo despreciaban con petulancia. Ellos, en cambio, eran los buenos de entonces. Porque le hacían frente al Huno. Porque defendían el Imperio. Porque resguardaban la civilización y el orden. Porque salvaguardaban tantas cosas parecidas a las que hoy defienden tantos que todavía creemos que son los buenos.

Colón también era un tipo bueno, a pesar de lo soñador. Cómo no iba a serlo, si salvó a la Madre Patria, y con ella a Fernando, y a su Isabel, de la hecatombe total, con el mucho oro procedente de las Indias. Colón, que hizo posible a Carlos y al mismo Felipe. Aunque con el propósito de llegar a otra parte, llegó aquí y sí resultó funesto para los nativos de estas tierras, que gracias a él y a su descubrimiento alcanzaron de facto la miseria y a la larga la extinción. Colón es bueno en el balance general de la historia, donde los oprimidos no pesan tanto como los buenos de estirpe.

En nuestro país, la historia al respecto también es variopinta. Bolívar y Nariño, que fueron buenos, a veces no son tan buenos por el sencillo hecho que querer cosas buenas no sólo para los buenos, sino para todos. Santander, además de ser un típico militar bueno, fue un tremendo mentiroso, al que le debemos la frase aquella de que las leyes nos darían la libertad, cuando la verdad es que éstas siempre nos otorgaron y continúan otorgando exactamente lo contrario. Pero la mentira afecta para bien a los buenos. Hay que tenerlo presente.

Ahora hablemos de los buenos de nuestros días, que tantos los hay y de sobra. George W. Bush, digamos, es muy bueno porque le hizo frente a Saddam Hussein y a Osama Bin Laden, unos hunos fundamentalistas; al uno casi lo borra del mapa con país y todo, y al otro casi lo captura. Porque así defiende el Imperio. Porque resguarda la civilización y el orden. Porque parece un emperador otoñal. Pero, sobre todo, Bush es bueno porque tiene a Ashcroft como Secretario de Justicia, un personaje siniestro que tal vez en otra parte hiciera menos daño, pero entonces tal vez ni los propios norteamericanos lo tendrían a la vista y a buen recaudo.

Hasta la Teatcher, que salvó a las Foulkland de ser Malvinas y ambas de los argentinos, y que tan buenas migas hizo con el Bush padre, era buena, a pesar de lo que creía el laborismo inglés cuando creíamos que era menos malo y sometido. Antes de Tony, claro está.

En el bestiario de buenos y malos, tenemos buenos vueltos malos y viceversa. Los generales Galtieri (q.e.p. no d.) o Videla, de Argentina, o Pinochet (gracias a Dios muerto y para desgracia de la Justicia), de Chile, que fueron buenos mientras desaparecieron, masacraron e hicieron y deshicieron en el poder, se volvieron malos cuando dejaron de hacerlo.

Y lo contrario, malos conversos, como lo fue Yeltsin en Rusia, o lo es hoy en día Carter en el mundo. Yeltsin se hizo bueno cuando ahogó a punta de represión al pueblo checheno y al propio pueblo ruso, pero dejó respirar las reglas del mercado salvador. Le puso (y puesto de la peor manera) el gorro del tío Sam al oso de peluche. Carter, que ahora es un buen Nobel, fue malo por demócrata y por su falta de carácter: tuvo que haber sido más malo cuando pudo y no lo hizo. Y fue tan malo por no haber rescatado a sangre y fuego los rehenes de Entebe, que perdió la reelección.

En Colombia también tenemos el caso típico del malo converso: López Michelsen, que fue malo cuando fundó algo bueno, el M.R.L. López, no el Pumarejo, liberal de a de veras, sino el del mandato claro, del que en serio no nos quedó si no la broma, la de resultarnos muy caro. Sin embargo, ahora López es un bueno más, cuya única maldad es opinar tanto sobre tantas cosas, que tantos buenos se creen.

Un importante escritor latinoamericano, en cierta ocasión, decía que desde el punto de vista de una lombriz un plato de espaguetis puede parecer una orgía. Una frase muy cierta si la acomodamos al tema de los buenos y los malos, que más que de los unos y los otros, tiene mucho de perspectivas, intereses, conveniencias y momentos.

Nuestros presidentes, por ejemplo, que con la excepción del ya citado, siempre fueron buenos antes de ser tales. Son invariablemente malos cuando rigen los destinos del país; vuelven a ser buenos cuando son expresidentes y lo son aún más a medida que pasa el tiempo. Por nuestra mala memoria, son como el buen vino.

Gaviria es un César sin cesar. Fue un buen presidente para los gaviristas del país y para los cientos de Gavirias de Pereira, y para los taiwaneses, los chinos y, quién lo duda, para los gringos, que lo premiaron con la O.E.A., convencidos de que seguiría haciendo allá lo mismo que hizo aquí: nada y sin mucha alharaca. No fue tan eficiente para todos los demás, ni siquiera para los galanistas. Quién sabe qué tal haya sido para la Constitución promulgada en su propio gobierno, a la que le minó con suspicacia todas las bases para su posible implementación.

Samper, que sólo fue bueno, por ejemplo, por el Sisben, por la Red de Solidaridad, o por defender el ISS, el SENA o el ICBF, no lo fue mucho justamente por lo mismo y mantener con vida tales embelecos, que de algún modo frenaron la inercia de la privatización total de la seguridad social. Algo que sin duda habría sido rebueno para los bolsillos de muchos.

Pastrana no fue bueno por el Forec, que sirvió tanto. Lo fue por no haber logrado lo único que en realidad intentó durante su mandato: una paz huera e intrascendente. Pero aún es malo porque es reciente, y todavía huelen la laca y los afeites de sus alocuciones. Habrá que esperar algún tiempo, mientras los preceptos sabidos hacen su efecto y lo vuelven bueno de una vez por todas y para siempre.

Carlos Castaño también es un tipo bueno cuando ordena y ejecuta masacres, acciones terroristas y lo que se quiera, para defendernos tierrita y vaquitas en Puerto Boyacá, o más arriba, al sur de Córdova, o dónde sea. Hasta debe ser muy bueno para el exministro Marulanda. Pero no lo es tanto cuando lo hace por su propia cuenta o para beneficio propio, o sin una causa así de justa.

Lo malo de Tirofijo no es que sea bueno, sino que tenga tan buena memoria: aún tira tiros por unas gallinas de hace cincuenta años. Pero es malísimo cuando actúa como agente de control del ansia voraz de nuestra consabida y torpe oligarquía, y se dedica a hacer exactamente lo mismo que ella hace en el sentido contrario, pero con los mismos resultados: campos asolados, pueblos chamuscados, un país entero devastado.

Estamos llenos de buenos. La lista no acaba. Está Sabas Pretelt, bueno y adalid de los comerciantes, peor para las cajas de compensación. Don Sabas, más pretoriano que Pretelt. Está Monseñor Pedro Rubiano Saenz, que de ser tan bueno algo malo tiene, y es tener mucho interés sagrado a cuestas. No ha de ser fácil marchar sobre el lomo del elefante episcopal.

Gente buena como Luis Carlos Sarmiento Angulo, que nos presta plata, sea como sea y al costo que sea. Ardilla Lulle, que es filántropo y algo nos devuelve con su cacareada clínica en Bucaramanga. O Santodomingo, que nos representa en el Jet Set internacional, y, aunque genera pobreza a granel, también genera uno que otro empleo. Benditos sean.

Y ni hablar del actual presidente, un bueno con creces, con cuyas caravanas de ruleta rusa, sus benévolas reformas y sus afables impuestos habremos de Convivir unos buenos años. Lo único malo, o al menos muy raro, además de hacerle creer a tantos la falacia de que la paz ya se avista así sea con telescopio desde el sexto piso del Ministerio de Defensa, es el cruce de poco fiar de lograr esa misma paz por medio de la guerra, algo sólo parecido al del artilugio ministerial de Londoño y Junguito juntos. Cuestiones de la postmodernidad anidando en una patria tan premoderna habrán de ser. O de los trucos de circo barato que son los medios de comunicación.

Un país que, definitivamente, es una contradicción compleja. Un jolgorio del dolor. Donde hay fuerzas oscuras perversas, que son claras y están compuestas por más buenos que malos. Hay godos de avanzada y hasta simpáticos, vaya anomalía, y hay liberales retrógrados a más no poder. Hay independientes dependientes, y al derecho y al revés. Hay voces nuevas y pujantes que son acalladas al instante, y existen runrunes caducos que oímos y seguimos como oráculos. Hay malos que son buenos, y buenos que no son tan buenos.

Volviendo a Dios, que gracias a sí mismo todavía debe ser bueno, apenas resta pedirle que nos libre cuanto antes de los de su índole. De los malos lo hacemos siempre nosotros, sin ayuda, pues con los tales sabemos a qué atenernos. Frente a los buenos, por el contrario, estamos desvalidos y sin recursos; nos hacen tanto daño, tan de seguido y de tantas formas, que de seguro la vida sería menos peliaguda sin ellos. Y, sobre todo, oh Dios, líbranos de que a nosotros mismos se nos ocurra algún día llegar a ser tan buenos como los que andan por ahí haciendo el bien, sueltos y coleando.

31 de diciembre de 2003.

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